Tarde de oficina.

Era un día más en la oficina, era un típico martes rutinario, pero había algo en el aire, algo que me hacía sentir distinta. Quizás era el hecho de que llevaba mi minifalda favorita, esa que se subía solo un poquito más cada vez que cruzaba las piernas, o tal vez era la manera en que él me miraba desde la otra esquina del escritorio. Su mirada no se apartaba de mí, y yo, al principio, lo ignoraba, pero me gustaba el juego.

Mi jefe, ese hombre serio y correcto, no era de los que solían distraerse. Sin embargo, hoy parecía tener los pensamientos en otro lugar. Aproveché cada momento para inclinarme un poco más, para dejar ver ese pequeño destello de piel bajo mi camisa ligeramente desabrochada. Sabía lo que estaba haciendo y sabía lo que él quería. Y en el fondo, yo también lo deseaba.

Cerca del final del día, me llamó a su oficina. La excusa era cualquier tontería de trabajo, pero ambos sabíamos que eso no era lo importante. Cerré la puerta tras de mí y caminé lentamente, sintiendo cómo su mirada me desnudaba con cada paso. Me acerqué lo suficiente como para sentir su aliento cerca de mi cuello.

Me dijo que no deberíamos porque aún había gente en la oficina, mientras jugaba con el borde de su corbata.

Sonreí, provocativa, y le quité la corbata suavemente, atándosela en las muñecas.

Y yo, le dije que no me importa importaba.

Lo empujé suavemente contra el respaldo de su silla, y sin esperar más, me senté sobre su regazo. Sentí su respiración acelerarse mientras mis manos recorrían su pecho y mis labios rozaban su cuello. A cada caricia, él gemía muy bajo, intentando mantener la compostura, pero era inútil. La tensión entre nosotros había llegado a un punto de no retorno.

Mientras mi boca descendía por su cuello, mis manos buscaban la cintura de su pantalón, desabrochándolo lentamente. Mi cuerpo respondía a cada gemido contenido, a cada respiración pesada que él soltaba. Me encantaba sentir el poder que tenía sobre él, cómo sus músculos se tensaban bajo mi toque.

Pero no iba a hacérselo tan fácil. Me levanté, observando la frustración en sus ojos.

—¿Qué haces? —me preguntó.

Sonreí maliciosa, sin decir una palabra, y me incliné hacia su escritorio, dejando a la vista el borde de mis bragas mientras me agachaba para recoger unos papeles. El silencio se rompió solo con su jadeo. No aguantó más. Me tomó por la cintura, levantándome y empujándome contra la pared de cristal. La oficina aun no estaba vacía, y la adrenalina de ser descubiertos hacía todo aún más intenso.

De un tirón, arrancó mis bragas, llevándolas a mi boca, me hizo morderlas mientras me levantaba una pierna y me hacía suya. Los gemidos que intentaba contener se mezclaban con los míos, creando una sinfonía prohibida. Mi cuerpo temblaba con cada embestida, mientras sus manos se aferraban a mi piel, marcándome como suya.

Nos movíamos con una urgencia descontrolada, como si el mundo fuera a terminar en ese instante. El placer se intensificaba, y justo cuando estábamos al borde, alguien caminó por el pasillo. Nos quedamos en silencio, él sin soltarme, yo ahogando los gemidos en mi propia mano. Mi vagina estaba chorreando y sentía pulsar su verga dentro de mí.

Cuando el sonido de los pasos desapareció, él me soltó, ambos temblando. Me volteé, sonriendo, mientras ajustaba mi falda. Yo aún tenía mis bragas en la boca, y cuando me las quitó, solo dijo una cosa:

—Mañana, antes de salir del trabajo, quiero verte en mi oficina.

¿Quieres saber que paso al día siguiente?

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